Los domingos, el subte es territorio de otra dimensión, el silencio se reproduce como un eco, el aire huele distinto, y según la hora, parece una escena del “La tierra sin humanos”.
El domingo en la estación Pueyrredón y Córdoba, aproximadamente al mediodía, el tren demoraba, y me pareció extraño que no hubiera nadie.
Ya me estaba poniendo nervioso cuando veo aparecer por la escalera a un señor completamente en blanco, pelo blanco, bigotes blancos, camisa, pantalón, zapatos y hasta tenía una capa, todo de pies a cabeza completamente blanco; no hubiera parecido tan raro ni llamativo si no fuera por la capa blanca.
Lo único de otro color era el bastón en el que se apoyaba, que era de color madera.
Pareció salir de una revista de Marvel, un viento leve que llegaba seguramente de la escalera le movía la capa como si fuera un superhéroe volando.
En cuanto lo vi, ahí mismo, lo bauticé Mandrake, no sé por qué, aunque le faltaba la galera, era el mago, pero de color invertido, el negativo de Mandrake.
Me pareció que en mi cara debió verse una sonrisa, esa que uno se imagina que revela la cara cuando se ve en presencia de algo ridículo.
Eso me pareció: ridículo.
En eso, se da vuelta para mirar por sobre su hombro y así de la nada también, apareció una mujer alta, negra, también desde la escalera.
Una mujer bellísima, que se acercó a Mandrake negativo y se le colgó del brazo, así, ambos, se volvieron, ahora caminando hacia mí.
Fue entonces que se me ocurrió pensar en lo extrañamente vacío que se veía el subte, y se me vino a la cabeza la película Moebius, esa en la que el tren se mete en un bucle infinito y nunca pasa por las estaciones.
Eran una pareja extraña, uno no terminaba de acomodar la imagen; el hombre viejísimo, completamente en blanco, la mujer, hermosa, negra, más alta que él, con un cabello castaño oscuro, lacio que se movía por el viento, como si estuvieran en una danza íntima con la capa del Mandrake negativo; un cuerpo asombroso, que parecía tener un vestido pintado, color negro, zapatos de taco aguja, pero no muy altos, también negros.
Entre el color de la piel y el vestido, la belleza resaltaba como si estuviera hecha de mármol, la piel brillosa y el contraste con Mandrake negativo en blanco, daban la impresión de estar desnuda.
Por un momento, me pareció que en realidad los estaba imaginando, hasta que con alivio empezó a aparecer gente por la escalera, y todos a mirar a la pareja que se habían quedado parados mirando hacia la vía.
El tren llegó, todos subimos. La extraña pareja, indiferentes, eran mirados por todos. Se bajaron en la estación siguiente, y tal como si se hubiera encendido el sonido, todos comenzamos a mirarnos y a conjeturar: que iban a una fiesta, que iban a un corso, que eran actores, y así.
Tímidamente, se me ocurrió sugerir que era un mago y su asistente, y asombrosamente, la palabra Mandrake apareció, y no salió de mí, pero coincidieron en admitir que a todos se les había ocurrido precisamente ese nombre. De mi cosecha fue agregarle la palabra negativo.
Ni un solo comentario de la belleza de mujer, que era lo extraordinario, era una de esas bellezas que emanan los caballos, que te dejan el espíritu en suspenso, como si temiéramos haberla inventado, o al menos, yo temía eso y entonces no dije nada, pues tengo tendencias a imaginar mujeres hermosas.
Durante el resto del día, el recuerdo de la pareja no me abandonó, y ahora me quedó la duda de si realmente la mujer, y su belleza, existió o la inventé, o la creó Mandrake negativo.
Desearía que alguno de los que viajaron en el vagón ese día y leyera estas líneas me confirmara si la mujer era real o inventada.
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